Abres un portal Einstein-Rosen en medio del estadio de Barcelona, de modo que en la otra mitad queda la cancha del Maracaná en Río de Janeiro ¡y listo! las eliminatorias se simplifican. Todos los equipos sudamericanos son a la vez locales y visitantes. Los hinchas ecuatorianos toman Guaraná, los brasileros comen encebollado. Solo por taquilla pierde la CONMEBOL, pero a nadie le importa porque todavía no les perdonamos el FIFA Gate.
Como esta fábula, son muchas las utopías construidas a partir de la posibilidad teórica, pero no falsa, de la teletransportación, un recurso narrativo especialmente prolífico en las historias de Ciencia Ficción. “La Mosca” por ejemplo, nos enseñó que es mala idea volverse demasiado íntimos con insectos; Dr. Strange abre portales interdimensionales con un esmeril invisible; y el “Beam me up Scotty” de Star Trek se convirtió en una de las frases más populares para subirse al transporte desde “a la salida le doy el vuelto”.
Son temas recurrentes pues comparten detrás de sí un mismo anhelo: la movilidad inmediata y sin esfuerzo a través de distancias apartadas. Pero, si trascendemos la fantasía y nos concentramos en los aspectos más serios de la teletransportación (es decir no en las incompresibles fórmulas de la física cuántica, sino en cómo afectaría a la cartera de capitalistas superricos y metrosexuales), es claro que desplazar bienes y personas de un punto “A” hacia otro “B” inmediatamente, tendría un impacto enorme sobre la educación, la migración laboral o el comercio exterior.
Hemos dado ya los primeros pasos en ese sentido. Gracias al Internet hoy damos por sentadas las ventajas de un correo electrónico que llega en instantes a un destinatario ubicado en cualquier parte del planeta. Pero ello no solamente coadyuba a que los carteros de Tangamandapio eviten la fatiga, sino que su carácter digital (inexistente en términos físicos), representa un ahorro importante de papel (el 25% de la basura mundial sigue siendo papel), y reduce las emisiones de CO2 del transporte aéreo, marítimo o terrestre, requerido para embarcar la correspondencia postal.
Pero este avance no resuelve ni de lejos el desafío de lograr que artículos, objetos, ítems, cosas tangibles y exóticas estén disponibles en cualquier lugar, en el menor lapso y al menor costo posible. No obstante, en tiempos de la revolución 4.0 el surgimiento de los nuevos métodos de Impresión 3D, toma las prestaciones de la comunicación digital y las aplica para resolver el caso de manera ingeniosa.
Las impresoras 3D son máquinas capaces de construir, a partir de un diseño informático previo o CAD (plano, maqueta, blueprint, dibujo, foto, imagen escaneada, etc.) un objeto volumétrico real. Aunque el nombre de “Impresión 3D” se use como denominación general, lo cierto es que engloba a una gran variedad de artefactos que aplican métodos muy diferentes de modelamiento tridimensional. Actualmente, la impresora 3D que por su bajo costo está arribando a los hogares, es la que aplica una técnica denominada modelado por deposición fundida (MDF). Consiste en un brazo móvil que en su punta posee una boquilla de extrusión a través de la cual inyecta el material (usualmente filamento plástico) a alta temperatura para mantenerlo maleable durante la elaboración, y al terminar se solidifique. El movimiento en tres planos del brazo (o de la base, depende la impresora), permite que mediante aplicaciones sucesivas capa por capa, el objeto adquiera cuerpo.
La aplicación de la impresión 3D es potencialmente revolucionaria en términos logísticos. Los fabricantes que dominan su mercado como Hewlett-Packard, Desktop Metal o Carbon, claman que en el futuro cercano se volverá cada vez más superfluo ir a la tienda, o traer un artículo mediante un Courier. La transacción se reduciría a pagar para descargar diseños autorizados a través de la web, y acto seguido fabricarlos con nuestras impresoras en casa. Es teletransportación a la barata. Además, las mentes más creativas podrán sin dificultad transformar sus bosquejos en objetos concretos, ya sea para probar su funcionalidad (prototipos) o venderlos. Por ello, no falta quien considera a las impresoras 3D como la “revancha del artesano”, pues permitirían a pequeños talleres generar obras equivalentes en terminado, calidad y complejidad geométrica, a las de cualquier gran productor industrial.
Y sin embargo no ha pasado. Es cierto, las avanzadas tecnologías de impresión 3D que antes estaban reservadas a laboratorios y fábricas (estereolitografía, fotopolimerización, MDF), han empezado a abrirse camino a la cúspide del consumo personal conspicuo; es decir a la mesa donde se empolvarán junto a la tostadora y el tocadiscos. Pero hasta ahora no han conseguido arrebatar ningún espacio a las tradicionales cadenas de distribución. Basta echar un vistazo a la venta en línea de impresoras 3D de segunda mano en Ecuador, para constatar que demasiadas defraudaron las expectativas del primer propietario. Si esta tecnología es tan prometedora, ¿por qué seguimos yendo al sastre por un traje? ¿a la ferretería por tornillos? ¿y a los clasificados por trabajo?
La impresión 3D casera enfrenta aun limitaciones derivadas de sus insumos. En ocasiones, los materiales para impresión podrían llegar a ser tan familiares como cera o chocolate. Pero si el objeto a fabricar es algo más ambicioso que un churro, las dificultades se multiplican. Incluso artículos de utilidad media demandan materiales sintéticos como policarbonatos, polímeros, yesos, aleaciones, e incluso proteínas, los cuales en efecto permiten liberar el potencial de esta tecnología.
En la víspera de la Navidad 2021, la organización Hábitat para la Humanidad, entregó a una familia de Virginia, EEUU, las llaves de su casa, la primera impresa en concreto. Ningún albañil fue invitado. Ese mismo año, Máxima, reina consorte de los Países Bajos, inauguró en el afamado distrito prostibulario de Ámsterdam, el “Barrio Rojo”, el primer puente peatonal de acero del mundo impreso en 3D, probablemente destinado a inspirar a los visitantes con su extensión y dureza. Mientras que Nova Meat, una empresa catalana, que en verdad es de un italiano, comercializa chuletones, que en verdad son una impresión con pasta vegetal, creada para imitar la apariencia, consistencia y fibrosidad de la carne de ternera.
Estos desarrollos son sin duda fascinantes, pero están totalmente alejados de la experiencia del dueño de una impresora 3D no profesional, que en el mejor de los casos hace pequeños adornos, juguetes o utensilios básicos como cucharas o botones, los cuales todavía requerirán acabados a mano (troquelado, pulido, pintura). Pero incluso estas piezas simples, obligan a adquirir continuamente bobinas de filamento termoplástico para impresión (o cualquier material que se emplee), los cuales irremediablemente atravesarán una secuencia productiva y una distribución física. Después de todo, la impresora 3D puede hacer maravillas, pero no el milagro natural de concebir materias primas. Es por ello, que el modelo de fábrica doméstica no se ha impuesto, porque endosa al cliente lo único que nadie quiere comprar: más responsabilidades.
Por otro lado, las impresoras 3D son poco menos que inútiles para combinar materiales. Aunque reseñas futuristas señalan que la combinación de bioquímica y robótica hará que en breve atestigüemos la impresión de órganos a partir de tejidos humanos, así como prótesis “sensibles”, estamos a generaciones de comprar un páncreas a la medida. Si no considérese que en tan sólo 200 gramos, un celular promedio integra un centenar de substancias: vidrio, plástico, cerámica, y decenas de minerales escasos como neodimio, titanio, litio, cobre y oro. Aunque es un dispositivo común, no existe una impresora capaz de fabricarlo. Debemos su existencia a procesos concurrentes de producción y ensamblaje.
Pese a las dificultades anotadas y una participación minoritaria en la manufactura global, no es falso que las impresoras 3D pueden tornarse en una tendencia importante en el mediano plazo. Acorde al Banco Mundial, en 2020 el mundo arrojó casi 13.5 trillones de USD en productos manufacturados, de los cuales sólo 7.3 billones correspondieron a impresiones 3D, aunque se espera que esta cifra se multiplique por 10 para 2030 y continúe creciendo. El impulso, está visto, no vendrá de los hogares, sino de los grandes y medianos fabricantes. Esto ocurrirá así porque la impresión 3D en verdad no es una competidora de la manufactura clásica, sino más bien su heredera.
Al contrario, dada la configuración de la economía digital, las posibilidades que abre la impresión 3D, la colocan en directa contraposición con las compañías de E-Commerce como Amazon, E-Bay o Alibaba, que se han impuesto a inicios del siglo XXI con modelos de intermediación increíblemente lucrativos (B2C, B2B y C2C). La impresión 3D es la respuesta de la industria para retornar los beneficios a la esfera productiva, a través del ahorro de insumos, mano de obra y la descentralización de sus factorías. Podrán implementar bancos virtuales de diseños para elaborar partes y repuestos cuando se precisen, sin incurrir en engorrosos gastos de almacenamiento o envío (chao DHL, UPS y FedEx, y chao “hasta agotar stock”); y podrán ofrecer a sus consumidores productos extremadamente personalizados. Sin embargo, para analistas como el futurólogo Larry Summers, un escenario de esta naturaleza supondría consecuencias desastrosas para pilares como el empleo, la propiedad intelectual, la tributación, y serían especialmente graves para países pobres que acogen maquilas.
Como es usual las nuevas tecnologías dejan más inquietudes que certezas. Resta, entonces, ver cuál será el verdadero alcance de esta tecnología, cómo afectará al consumidor, qué modelo de negocio prevalece en el comercio internacional, y como impactará a la economía de las naciones. Entre tanto, feliz 2022 y ¡Beam me up Scotty!
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